La autonomía de Cantabria: Historia de una imposición

por Rafael Sebrango Moratinos

Pasados ya 24 años de la imposición a Cantabria de su propia soledad, mediante su configuración legal e institucional como una autonomía uniprovincial, somos cada día más los hijos de esta tierra que queremos empezar a decidir por nosotros mismos, impidiendo que suplanten nuestra voluntad aquéllos que ostentan el monopolio de la decisión política.

El abogado cántabro Rafael Sebrango Moratinos, en una imagen de archivo

No existía hace 24 años un fervor autonomista en el conjunto de España y mucho menos en Cantabria unas ansias de constituirse en autonomía sin formar parte de Castilla, históricamente, dicho sea de paso, creada por nosotros mismos.

Nuestro actual presidente del Gobierno regional así lo reconocía en una entrevista publicada en la extinta ‘Hoja del Lunes’ de fecha 26 de enero de 1981, al señalar al respecto que «…en aquel momento era una idea que no tenía arraigo ni fuerza y era solamente compartida por unos pocos». Es decir, hasta el sempiterno líder del regionalismo cántabro era consciente de que, en realidad, esta autonomía solitaria no era deseada por el común de los ciudadanos. El entusiasmo por conseguir la autonomía para Cantabria sola, si era ficticio respecto a la población, era real dentro de buena parte de las nuevas elites políticas. Enseguida fueron conscientes de que la uniprovincialidad ponía encima de la mesa espacios de poder. La perspectiva de gobiernos, parlamentos y administraciones propias resultaba un acicate para el ‘comprensible’ empeño de asegurarse un lugar en la esfera de lo público.

El trabajo destinado a empequeñecer Cantabria se inició en los ayuntamientos, lo cual suele ser mentado como la gran garantía de la representatividad del impulso a la creación de la Autonomía de Cantabria, olvidando que ni uno sólo, sin excepción, de los alcaldes elegidos en 1979 efectuó en las elecciones promesa electoral alguna de dar tal paso. Es decir, aquellos alcaldes no fueron elegidos por la ciudadanía para crear la autonomía de Cantabria, ni siquiera bajo la promesa de crearla.

Como se ve, el interés de la elite política por contar con un parlamento, un gobierno, una administración propias, donde poder gestionar lo público, se impuso a la opinión y al interés de la ciudadanía, pervirtiéndose así, desde el principio, el sentido democrático de esta autonomía de bolsillo. Este déficit democrático, lejos de ser rectificado, fue ahondado en el año 1998, con motivo de la reforma del Estatuto, que de paso eliminó el simbólico artículo 58 que aludía a la hipótesis de la unión con Castilla. Y digo que era simbólico, porque por sí mismo no era un instrumento jurídico capaz de dar lugar a la unión, sino que constituía más bien una simple declaración de intenciones. Pero los mecanismos jurídicos y constitucionales que tanto entonces como ahora permiten la unión con Castilla permanecen incólumes y los podremos utilizar en un futuro cada vez más cercano. Y digo que se ahondaba en el déficit democrático convencido por el propio texto de la reforma. Es una ‘delicia’ leer la exposición de motivos, en la cual no hay ni una sola alusión al sentir de la ciudadanía de Cantabria ni una sola mención al pueblo de Cantabria, sino la manifestación sincera, eso sí, de que son estrictamente los propios grupos parlamentarios firmantes los que consideran beneficiosa la reforma.

Superado el conformismo inicial, el sentimiento de que era una marea imparable, pues todos los políticos estaban en el acuerdo y, sobre todo, la autocensura que impone el concepto de lo políticamente correcto, hoy se vuelve a constatar el gran abismo entre las instituciones autonómicas y los ciudadanos, entre la Cantabria real y la oficial. Se puede sortear en un momento determinado, fijado en el tiempo, el interés y la opinión de los administrados, pero eso no aguanta el examen de lo que es una democracia durante mucho tiempo. Tarde o temprano, aquello que se crea sin participación ciudadana, acaba por quebrar y termina por tener que someterse a su decisión, siendo inútiles los esfuerzos por evitarlo. Así, nos encontramos con que, pasados aquellos tiempos y circunstancias, ya en 1998, el 29% de los ciudadanos nos mostrábamos a favor de unirnos a Castilla; en 1999, el 31%; en 2002, el 36% y, en 2005, el 46%, superando ya a los que prefieren mantener la Cantabria uniprovincial.

Los 24 años de autonomía, como se ve, no han servido para lograr lo que han intentado nuestros políticos en todo este tiempo: desarrollar el proceso identitario común a todos los regionalismos y nacionalismos, es decir, la invención de una tradición. Esto se ha intentado en Cantabria a través de la reconstrucción del pasado, explicando el todo por lo que sólo era una parte, sin fuste científico de ningún tipo. Así, claro, no podía funcionar. El entronque vital entre Cantabria y Castilla, que está en el propio origen de la región, descrito por los Menéndez Pidal, los Sánchez Albornoz, etc, lógicamente no ha contado con ningún historiador de mínimo nivel que haya sido capaz de negar que los términos Cantabria y Castilla son en puridad dos formas de denominar una misma realidad histórica.

Ni tampoco se ha podido negar que la conveniencia de la unión también lo es por razones económicas, por las que manifestaba en la época de la II República el periodista y poeta José del Río (Pick), que frente a la hipótesis de una separación de Castilla afirmaba: «…seremos dejados muy atrás por una Vizcaya compacta y autónoma que hará de su puerto el verdadero puerto de Castilla, porque a eso orientará su política ferroviaria, y por una Asturias que pondrá El Musel a la disposición de las provincias leonesas de buena parte de las de Castilla.» (La Voz de Cantabria, ‘En el hierro frío’, 14-IX-1932). Curioso es comprobar que ésto es precisamente lo que está ocurriendo hoy, con la salvedad, para agravar lo dicho en 1932, que tanto Asturias como Vizcaya cuentan desde hace años con autovía a la Meseta, que nosotros no hemos podido inaugurar aún, y que ya tienen en obras su tren de alta velocidad, y nosotros estamos todavía en la prehistoria del inicio de esa obra, lo cual dice mucho de la utilidad de esta autonomía uniprovincial para competir con otras regiones. Además, el año 2005 pasará a la historia como aquél en el que el Gobierno de la nación decidió que, en vez de un Santander-Mediterráneo, se va a construir un Bilbao-Mediterráneo y ello con el silencio cómplice del Gobierno regional de Cantabria, que sortea la constatación de la propia falta de peso político nacional de esta autonomía con el arte de mirar hacia otro lado, encajando, sin que se note, la puñalada trapera de cien años de anhelos de esta tierra.

Siendo ya mayoría social los que defendemos la Unión, manifestamos nuestro gran compromiso con la democracia y nuestro gran respeto a la sociedad civil, de la que somos parte activa, por lo que renunciamos a hacer lo que otros nos han hecho, por lo que no impondremos como a nosotros nos han impuesto, sino que garantizaremos que todos podamos decidir entre dejar las cosas como están, o hacer grande a Cantabria, propiciando su unión con Castilla. Esta posibilidad de decidir nuestro destino pacífica y democráticamente, está cada día más cerca y más al alcance de la mano de los ciudadanos de Cantabria, pues muchos estamos trabajando para ganar espacios sociales de libertad, para que así nadie se irrogue un derecho a decidir que no tiene, pues ese derecho sólo corresponde a los ciudadanos libres de Cantabria. Tarde o temprano, aquello que se crea sin participación ciudadana, acaba por quebrar y terminar por tener que someterse a su decisión.

Fuente: El Diario Montañés