por Víctor de la Serna (1896-1958)
No es difícil entrever que la soberanía nacional ha de imponernos una estructura federativa del Estado. Para esta contingencia la Montaña debe estar preparada. De ella deben destacarse hombres decididos a estudiar: a estudiar Historia, Geografía, Economía Política y Estadística. A hacer una labor de laboratorio y a cristalizarla en una ponencia para las Cortes constituyentes. Deben estar prontamente elegidos los hombres que hayan de ir a esas Cortes, en nombre de la Provincia de Santander.
Santander, en una estructura federativa de España, no puede vivir sola. Es de un cantonalismo selvático pensar en el retorno a Cantabria y hasta hay que desechar definitivamente esa denominación «Cantabria» como imprecisa, es más, como inexacta, de una vez.
Muchas veces, y con toda clase de argumentos, he defendido nuestra castellanía y reclamo en esta ocasión, para mí, entre los periodistas montañeses, el título de «castellanista». Me sobrarían argumentos para defender, de nuevo, mi posición, si preciso fuera. Pero quiero olvidar ahora mis argumentos históricos, filológicos, geográficos, literarios, espirituales, etc., que tantas veces he esgrimido, para acogerme a uno, al que es sensible hasta el más cerril de los «cantabristas». Al que será sensible hasta aquel delicioso «compatriota» que en cierta ocasión sacó a relucir la bandera verde y blanca con una «esvástica» en el centro.
Me refiero al argumento económico. Santander no puede vivir sin un «hinterland». La Montaña, país ganadero, no puede vivir sin tierra de cereaI y sin riberas. Enfrente tenemos otro hecho: Burgos, Palencia y Valladolid no pueden vivir sin un puerto. Buscar el punto de coincidencia entre los intereses de las cuatro provincias sería una labor sensata, científica y práctica. Tratar de estructurar la Mancomunidad de Castilla es llenar la parte de la hoja en blanco que nos corresponde llenar. Hay que llenarla con emoción, con emoción histórica y republicana, con sentido democrático.
Los hombres políticos -no hay que confundir al revolucionario con el político, dando a aquél todo su valor dramático y romántico y reconociéndole como brazo motor-, los hombres políticos de la Montaña, sus hombres de ciencia y sus hombres de Letras deben ponerse a estudiar.
Yo no pretendo hablar con tono magistral. Cumplo con disparar mi preocupación y mi teoría sobre la atención de ecos hombres. Tampoco niego mi hombro ni mi pluma, puesta, «de nacimiento», al servicio de mi patria de origen, a la que amo sin pasión selvática, serenamente, puestos los ojos en su bien.
Es la hora difícil, la hora del diálogo patriótico entre hermanos de raza, de espíritu y de lengua. Ningún prejuicio metropolitano debe presidir esas conversaciones que hay que iniciar prontamente. No se hable de prerrogativas ni de capitalidades. Una norma democrática debe decidir a última hora esos detalles. Cuando todo esté estructurado y decidido, que cada procurador defienda su punto de vista en cuanto a esas cosas adjetivas. Y que el voto, solemnemente, decida.
Ya se trazan mapas federales de España en los periódicos ingleses: ¿Quién los orienta? Nadie, si no somos nosotros mismos, tiene derecho a decidir sobre nuestros destinos.
A trabajar, pues. A estudiar. A dejar para los programas de festejos los sentimentalismos rurales de «uco» y «uca». Nuestra personalidad comarcal tendrá ocasiones sobradas de manifestarse con brillantez dentro de la personalidad política del nuevo Estado, destacado a su vez en el mapa de la Federación Española.
Más saludable y más simpático que pensar en «boicots» y que rasgarse las vestiduras es darse por enterados de que tenemos por delante una labor gravísima de la que la Historia nos ha de pedir cuentas.
Que también a las comunidades pide cuentas la Historia.
Publicado en El Cantábrico, 23 de abril de 1931