Reivindicación histórica de Castilla (II)

por D. Claudio Sánchez-Albornoz Menduiña


Este artículo forma parte de una serie de varios artículos en que la Asociación ha dividido la «Reivindicación histórica de Castilla», conferencia pronunciada el 5 de abril de 1919 por Claudio Sánchez-Albornoz en la Universidad Literaria de Valladolid. Su publicación, que contiene la visión personalísima de D. Claudio sobre el papel de Castilla en la historia de España, no implica la aquiescencia ni el acuerdo total de la Asociación con todas las ideas que su autor expresó entonces, pero sí consideramos que el espíritu de esta «Reivindicación histórica de Castilla» merece ser leído y recibir una reflexión de nuestros lectores.


LA POLÍTICA CASTELLANA DE UNIDAD

La independencia, al dar relieve a la personalidad del condado, no interrumpió, sino que favoreció la evolución normal de la historia de España. Pronto se desplazó de León a Castilla la dirección de la política peninsular española; el reino castellano ocupó el primer lugar en el equilibrio de fuerzas de los Estados cristianos; influyó decisivamente desde entonces en su vida y llevó a ella su clara visión de la España futura, consecuencia acaso del espíritu unitario de la meseta. Desde entonces, Castilla consagró sus esfuerzos, dedicó sus energías todas a conseguir la formación de la nacionalidad ibérica; mantuvo enhiesto el estandarte de la unidad, mientras los demás pueblos peninsulares vertían sus actividades en expansiones por el Mediterráneo y el Atlántico.

Cataluña, unida a Aragón, antes y después de terminar la reconquista, lanzó al mar sus naves, y las barras del escudo catalán, triunfaron primero en Baleares, después en Sicilia, más tarde en Cerdeña, y hasta en la Acrópolis de Atenas, donde el genio de Pericles y el cincel de Fidias habían levantado el Partenón, el santuario de Atenea, el templo de la belleza verdadera y sencilla, como dijo Renant, dejaron huella de su paso las tropas catalanas. Pedro IV pudo decir, refiriéndose a esa maravilla del arte humano, «que era la más preciada joya que en el mundo existía y tal, que en vano todos los príncipes cristianos de la tierra juntos, quisieran hacerla semejante».

Portugal, terminada su reconquista, cruzó el Atlántico, empezó su expansión por África y, creada la escuela de Sagres, con una tenacidad asombrosa fue descubriendo poco a poco la costa africana de Occidente, hasta encontrar el verdadero camino de las Indias.

Castilla, entre tanto, se consagraba sin desmayo a su empresa unificadora: en el siglo XI se sometía sin dificultad a Sancho III el Mayor, rey de Navarra y de Aragón, porque éste era el camino de la unidad; ayudaba después fervorosamente a su rey Fernando I, a conquistar León y a apoderarse de la Rioja, con iguales propósitos; reconocía sin obstáculos como su propio rey a Alfonso VI (lo de Santa Gadea es una leyenda, bella, pero leyenda al cabo); e infiltraba en él ese espíritu de unidad que le llevó a titularse emperador de España. En el siglo XII, fue Castilla la que buscó el matrimonio de su reina doña Urraca con Alfonso I el Batallador, rey de Aragón; matrimonio que tan excelentes resultados hubiera producido en orden a la fusión de los reinos cristianos, si no lo hubiese hecho imposible la disparidad de carácter de los cónyuges; y fue también Castilla la que movió a Alfonso VII a coronarse emperador de España en León, y a buscar y obtener el reconocimiento de su soberanía por los reyes, García de Navarra, Ramiro de Aragón, y por el conde Ramón Berenguer IV de Barcelona.

Cuando el fraccionamiento de la cristiandad peninsular llega a los límites de lo inverosímil, y existen separados Portugal, León, Castilla, Navarra y la confederación aragonesa- catalana, Castilla sigue siendo cabeza de España, sosteniendo el empuje de la invasión almohade, y organizando la cruzada que había de terminar en la batalla de las Navas.

Batalla de las Navas de Tolosa, obra de Francisco de Paula Van Halen. Museo del Prado.

En el siglo XIII, Castilla, encarnada en la figura de doña Berenguela, consigue sin derramar una gota de sangre, con las armas de la diplomacia, la unión de las coronas leonesa y castellana en las sienes de Fernando III; compenetrada con éste luego, da el empuje grandioso de la reconquista que había de llevar los pendones cristianos hasta el Mediterráneo y el Atlántico; cuando Alfonso X en los últimos días de su vida trata de desmembrar parte de las nuevas conquistas, Castilla se une a Sancho IV para mantener la integridad del reino; y en los días trágicos de las minorías de Fernando IV y de Alfonso XI, cuando las banderías de los nobles y las ambiciones de los infantes ponían a Castilla al borde del abismo, y Aragón, Granada, Navarra y Portugal trataban de repartirse las tierras fronterizas, fue el pueblo castellano quien, organizándose en hermandades y concejos, apoyó a doña María de Molina, afirmó la corona en las sienes de los reyes niños, y mantuvo la intangibilidad del territorio castellano.

Unidos definitivamente los reinos de León y Castilla, continuaron juntos esa política de unidad, que tuvo un fracaso sensible en Aljubarrota, en la tristemente célebre jornada de Aljubarrota, y un éxito glorioso en Caspe, en donde los compromisarios de los tres reinos de Aragón, de Valencia y de Cataluña, llevaron al trono aragonés a un príncipe castellano, a don Fernando de Antequera, tronco de una dinastía que no olvidó su origen, que tuvo intereses e intervino en la vida de Castilla, y que había de facilitar años después la unión de las dos grandes monarquías españolas.

Batalla de Aljubarrota. Catálogo de manuscritos iluminados de la British Library

Clara ven la importancia del compromiso de Caspe en este orden, los que hoy rechazan la unidad peninsular; por ello, rencorosos, declaran la sentencia injusta y fatal; por ello también afirman que en él se interrumpe la historia catalana, como si Alfonso V, nacido en Castilla pero rey de Aragón, no hubiese continuado la política de expansión mediterránea apoderándose de Nápoles. No hemos de desentrañar jurídicamente el compromiso; le salvan de la crítica los resultados beneficiosos que produjo para el porvenir del pueblo español.

LA VIDA INTERNACIONAL DE CASTILLA EN LA EDAD MEDIA

Consagrada Castilla a la formación de la nacionalidad ibérica, vivió un poco al margen de la política internacional europea. La situación geográfica y las necesidades de la Reconquista, que llenaban por completo nuestra actividad, nos hicieron marchar retrasados con relación a Europa. Francia, nuestra vecina, nos sirvió en algunos momentos de maestra; en el reinado de Alfonso VI, Castilla sufrió vigorosamente los efectos de la influencia francesa, con la venida de los cluniacenses, las peregrinaciones, y la presencia de princesas y de caballeros de allende el Pirineo en la corte. Desde entonces, nuestras relaciones con la monarquía franca fueron frecuentes y cordiales.

Después de las aventuras, de ensueño más que de realidad, de Alfonso X, empeñado en coronarse emperador de Alemania, que estudia Ballesteros en su discurso de ingreso en la Academia de la Historia, después de las cuestiones a que dio origen la herencia de los Cerdas, de las que trata Daumet en su libro «Estudio sobre las relaciones de Francia y de Castilla de 1255 a 1320», vivimos cerca de dos siglos en estrecha alianza con la vecina ultrapirenaica.

En los días de Pedro I, Francia, no obstante su lucha con Inglaterra, pesaba demasiado en la vida internacional europea; el consejero de este rey, don Juan Alfonso de Alburquerque, consejero y director de los negocios públicos, buscó para don Pedro la mano de la princesa doña Blanca de Borbón, hija del que entonces dirigía los destinos del pueblo francés; pero se interpuso el amor de la Padilla; Francia para vengarse, cayó del lado de los bastardos, los Trastámaras se sentaron en el trono de Castilla, y en adelante guardaron fidelidad a sus valedores.

Infografía de la 1ª Guerra Civil Castellana (1350-1369). Desperta Ferro Ediciones.

No fue sin embargo nuestra alianza mera coincidencia dinástica, sino algo más hondo, unido a la entraña de ambos pueblos, no teníamos intereses encontrados, no teníamos casi fronteras; Navarra se interponía entre ambos Estados evitando posibles querellas fronterizas; Francia necesitaba de nosotros contra Aragón; Castilla de Francia contra Portugal e Inglaterra unidas; nos ayudamos con lealtad; sus tropas lucharon al lado de las castellanas y nuestras escuadras pelearon contra las inglesas en los últimos combates de la memorable guerra de los cien años. La alianza de las dos coronas, estudiada por Daumet en la obra que la consagra especialmente, fue tan estrecha, que no hubo pacto, tratado o compromiso firmado por cualquiera de los reyes de Francia o de Castilla, en que no se salvase desde luego, y en primer término, la obligación en que ambos se encontraban, de apoyarse recíprocamente contra cualquier enemigo de uno de ellos.

Combate entre las flotas castellana e inglesa en la batalla de La Rochelle. Grandes Chroniques de France.Chronicle of Jean Froissart Bibliothèque Nationale de France, BNF FR 2643, Fol. 393

No ocurría lo mismo a Cataluña, y digo a Cataluña, porque fue la política y fueron los intereses catalanes los que prevalecieron en la confederación catalano-aragonesa; no ocurría lo mismo, y hemos de consagrar alguna atención a estos asuntos, por la importancia que tuvieron después en la vida exterior de España.

Cataluña había sido una prolongación del imperio carolingio en la península; cuando el feudalismo corroyó las entrañas del imperio franco, los feudos del sur de Francia alcanzaron su independencia; mientras ellos se arruinaban en contiendas y luchas intestinas, Cataluña se engrandecía, continuando la reconquista, y se fortificaba, unificándose interiormente con los Usatges, en los que se realzó la autoridad del conde de Barcelona, como jefe de la federación de los condados catalanes. Este crecimiento y esta fortificación de Cataluña, obligaron pronto a los Estados meridionales ultrapirenaicos a girar en la esfera de acción del principado; fortalecido éste aún más con la unión del reino aragonés, la resistencia de aquellos señoríos se hizo imposible, y Cataluña ejerció una influencia decisiva en los países fronterizos del otro lado de los montes. Pero la Francia del Norte se repuso, aprovechó la cruzada contra los albigenses, y al morir en la batalla de Muret Pedro II, el rey de los trovadores, se dio el golpe de gracia a la expansión ultrapirenaica de Cataluña.

La corona aragonesa inicia en seguida la política mediterránea; en ese camino tropieza con la monarquía francesa; los Anjou batallan con los descendientes de Wifredo el Velloso, ya en los mares de Sicilia y de Nápoles, ya en el propio territorio de Cataluña. Cuando parecía aquietada esta rivalidad de los dos reinos mediterráneos, surge de nuevo la lucha entre ellos al plantearse hacia mediados del siglo XV, y por primera vez en la historia, el grave problema catalán, que obligó a negociar primero y a luchar después, a Juan II de Aragón con Luis II de Francia, su rival en la grandeza, en la astucia, y hasta en la mala fe.

Mientras Castilla llegaba a la Edad Moderna en excelentes relaciones con la vecina ultrapirenaica, Aragón, para mejor decir Cataluña, atravesaba los linderos de la Edad Media con la espada levantada y con el rencor en el corazón.