Reivindicación histórica de Castilla (III)


Este artículo forma parte de una serie de varios artículos en que la Asociación ha dividido la «Reivindicación histórica de Castilla», conferencia pronunciada el 5 de abril de 1919 por Claudio Sánchez-Albornoz en la Universidad Literaria de Valladolid. Su publicación, que contiene la visión personalísima de D. Claudio sobre el papel de Castilla en la historia de España, no implica la aquiescencia ni el acuerdo total de la Asociación con todas las ideas que su autor expresó entonces, pero sí consideramos que el espíritu de esta «Reivindicación histórica de Castilla» merece ser leído y recibir una reflexión de nuestros lectores.


por Claudio Sánchez-Albornoz y Menduiña

LA UNIDAD NACIONAL

La confederación aragonesa-catalana, veía alzarse además contra ella en el Mediterráneo a las repúblicas de Génova y de Venecia, y a Francia cada vez más poderosa, una vez dominado el feudalismo por la realeza; necesitaba para continuar su expansión hacia Oriente la fuerza y las riquezas de Castilla; Juan II comprendió esta necesidad de su reino; y negoció la boda de doña Isabel con su hijo don Fernando; la monarquía castellana estaba madura para la unidad, y el matrimonio se verificó dentro de los muros de Valladolid. Aragón tenía ya detrás la potencia y la sangre de Castilla, podía continuar su expansión por el mar latino, pero aquella cambiaba la ruta de su vida. Cuando en el monasterio de Madrigal, la que había de ser después Reina Católica, rechazó la pretensión del duque de Berry, príncipe de la Casa Real de Francia, y aceptó la mano del infante aragonés, aseguró, sí, la unidad nacional, pero trastornó para siempre los derroteros de la política internacional de Castilla.

«Los Reyes Católicos administrando justicia», por Víctor Manzano y Mejorada (1860). Colección de Patrimonio Nacional

Después, una injusticia, el despojo de doña Juana la Beltraneja, que hija o no de Enrique IV, era su heredera legítima, una injusticia, sí, pero felicísima para quienes no sentimos el fetichismo del Derecho, dio ocasión a que se fundieran las coronas de Aragón y Castilla y facilitó, con la conquista de Granada, la terminación de la Reconquista. El pueblo castellano que sentía con fuerza esta política de unidad apoyó fervorosamente a los Reyes Católicos, peleando en los campos de Toro y de Zamora y en las serranías y vegas granadinas.

Los monarcas, guiados por estos ideales, prosiguieron sin vacilaciones su camino buscando la unión con Portugal; casaron a dos de sus hijas con príncipes de la familia real lusitana, y hubo un momento en que un infante, don Miguel, fue al mismo tiempo reconocido como heredero de los tres grandes reinos peninsulares. Don Miguel hubiese realizado la unidad ibérica, pero la providencia, arrebatándole del mundo de los vivos, frustró acaso para siempre el bello sueño de Castilla.

Muerta la reina, don Fernando se apodera, hay que confesar que por medios no muy lícitos, del reino de Navarra, dando con esto de nuevo motivo al rencor de los exaltados de nuestros días, que incluyen el despojo de los Albret y el de la Beltraneja, con el supuesto de don Jaime de Urgel en Caspe, entre los crímenes que fue preciso realizar para llegar a la unidad nacional, olvidando que los intereses de los pueblos están siempre por cima de los derechos de las personas y de las dinastías.

Es seguro que la diosa de la Justicia sonreiría con benevolencia al tener noticia de estos desafueros, acostumbrada a tantos despojos inicuos como han perpetrado los hombres y los pueblos en todos los tiempos, y han de perpetrar en adelante. La Historia acudiría presurosa a cubrir con su manto el desmán cometido, de la misma forma que ha ido cubriendo con el velo misericordioso del olvido, crímenes efectivos como los de la Revolución francesa, para recordar sólo, y con aplauso, que en ella se proclamaron los derechos del hombre.

«La Rendición de Granada», de Francisco Pradilla (1882). Se encuentra expuesto en el Palacio del Senado

Los Reyes Católicos transformaron el país en treinta años; acabaron con la anarquía feudal que corroía a Castilla en el siglo XV, convirtiendo a la nobleza de feudal en cortesana; acometieron la imprescindible reforma de la iglesia, evitando así las luchas religiosas que ensangrentaron a otros países de Europa en el siglo siguiente; crearon un régimen político-administrativo superior al antiguo, haciendo reinar la paz en España, y patrocinaron el descubrimiento de América, empresa que por sí sola basta para ilustrar toda nuestra historia, que nos coloca entre las naciones acreedoras de la humanidad, entre las naciones a quienes el mundo debe gratitud eterna: al lado de Judea, que nos dio la religión cristiana; de Grecia, que nos dio su arte y su filosofía; de Roma, que nos dio su Derecho; de Francia, que con la Revolución dio al mundo la libertad individual.

LA HISTORIA FRUSTRADA DE CASTILLA

La situación geográfica marcaba al pueblo castellano dos caminos para su expansión. Colocada Iberia como avanzada de Europa en el Atlántico, a ella tocaba explorar el tenebroso mar que había servido de límite al mundo antiguo, y al mundo medieval. En efecto: los dos pueblos peninsulares, hermanos en el origen, en la sangre, en la vida toda, Portugal y Castilla, cruzaron ese mar tenebroso descubriendo los lusitanos las costas de África y el camino de las Indias, y llegando hasta América las naves castellanas.

Desde el 12 de Octubre de 1492 en que Colón desembarcó en la isla de San Salvador, Castilla tenía la misión providencial de descubrir, de explorar, de conquistar y de civilizar al nuevo continente; pero tenía también el derecho de utilizar las riquezas americanas en provecho suyo.

Si a aquella empresa se hubiese consagrado la atención precisa, si no se hubiesen gastado las energías de Castilla en trabajos distintos, como veremos luego, el descubrimiento, la conquista y la civilización de América, se hubiese realizado en condiciones más ventajosas para ella, y aunque acaso siempre nos hubiera agotado aquella magna hazaña, que hay partos trágicos que cuestan la vida de la madre, y no ha habido jamás ninguno comparable al que supone dar a la humanidad un nuevo mundo, aunque acaso nos hubiera arruinado la gran empresa de civilizar a América, al menos el oro americano hubiese fertilizado en nuestra patria, y ésta no habría servido de cauce por donde las riquezas de los países vírgenes pasaban a las manos de Europa.

Cristóbal Colón toma posesión de las tierras americanas en nombre de la Corona de Castilla. Fuente de la ilustración: desconocida.

De otra parte, España estaba situada en el punto de Unión de Europa y África; quizá en los tiempos más remotos habían estado enlazadas por tierra; entonces lo estaban por mar, que no separa, sino que une los pueblos.

En la Edad Antigua, la península había sido puente por donde entraron en Europa las razas africanas; de allí vinieron probablemente los iberos; de allí procedían también los cartagineses. En la Edad Media fue el muro de contención, el escudo de choque que protegió a Europa contra la invasión semita, y al rechazar hacia el Sur la civilización estacionaria del pueblo musulmán, salvó de la ruina la cultura y la sobreexcitación habitual de los arios.

El África, la expansión por el África, era cauce obligado para el empleo de las energías sobrantes de Castilla; pero lo exigía aún más la necesidad de vivir soberana de sí mismas, de enseñorearse del Estrecho, necesidad que se había dejado sentir a través de la historia, que habían comprendido cuantos dominaron o rigieron España.

Los romanos, dándose cuenta de aquella imperiosa realidad, al conquistar el actual Marruecos, no formaron con él región aparte, sino que organizaron allí la provincia Tingitania, que se incorporó a las demás provincias españolas. Los visigodos descuidaron el problema africano; fueron los bizantinos primero y los musulmanes después quienes dominaron en aquellas costas, mientras los godos gobernaban España; por eso se hundió para siempre la monarquía de don Rodrigo.

Las dos grandes figuras del califato cordobés, las dos mentalidades superiores del pueblo árabe español, Abderramán III y Almanzor, comprendieron así mismo la necesidad de dominar en África, para la vida independiente del Estado español, y así, tanta o más atención que a los reinos cristianos del Norte, consagraron ambos a las cuestiones y dinastías africanas.

En el siglo XIII la experiencia de las invasiones de los almorávides y de los almohades, que repetidas veces estuvieron a punto de poner en peligro con la Reconquista la formación de la nacionalidad ibérica, aconsejó e inspiró a Fernando III y a Alfonso X la realización de expediciones al África, que al cabo, por razones distintas, no pasaron de la categoría de proyectos.

Por último, en los siglos siguientes, la presencia de los benimerines al otro lado del Mediterráneo obligó a los reyes de Castilla a preocuparse del problema del Estrecho, y, primero con escuadras genovesas a sueldo, como las de Bocanegra, y después con las castellanas de Jofre de Tenorio, de Sánchez de Tovar y de otros marinos, procuraron dominar el paso que nos separaba de las tierras del África del Norte.

«Conquista de Orán», por Francisco Jover y Casanova (1869). Museo del Prado.

La reina Doña Isabel comprendió el problema africano. Conquistada Granada en el año 1492, favoreció la expedición de algunos nobles castellanos, de los Fernández de Córdoba (los Alcaides de los donceles), que se apoderaron de Mazalquivir e intentaron adueñarse de Orán y fundar en el Norte de África un feudalismo continuación del andaluz. Pero como la política de los Reyes Católicos se basaba en el principio «quod Deus conjunsit homo non separet«, es decir, en una comunidad absoluta de intereses, la reina tuvo que ceder ante los proyectos mediterráneos de don Fernando y dejar para mejor ocasión la empresa de África; y aunque en su testamento, con visión clarísima, marcaba como derrotero natural de la expansión castellana aquel continente, era ya tarde: las energías y las riquezas de Castilla se habían puesto al servicio de una política en la que no estaba interesada su vida.

Los Reyes Católicos tuvieron un hijo, el príncipe Don Juan, que era el llamado a continuar la obra de sus padres, y que quizá, ajeno a los problemas del centro de Europa, educado en Castilla y como castellano, hubiese enmendado el error de sus antecesores, y hubiera consagrado a la expansión por África y América la atención que los intereses nacionales reclamaban. Su muerte en edad temprana imposibilitó esta indispensable rectificación; en adelante, el pueblo castellano no había de vivir su vida; por eso puede decirse con justicia que, bajo las naves góticas del templo de Santo Tomás de la vieja ciudad de Ávila, en el mármol esculpido por el prodigioso cincel de Dominico Fancielli, con los restos del príncipe don Juan, está enterrada la historia frustrada de Castilla.

Sepulcro del Príncipe Juan en la iglesia de Santo Tomás de la ciudad de Ávila. Licencia libre.