Reivindicación histórica de Castilla (IV)

por Claudio Sánchez-Albornoz y Menduiña


Este artículo forma parte de una serie de varios artículos en que la Asociación ha dividido la «Reivindicación histórica de Castilla», conferencia pronunciada el 5 de abril de 1919 por Claudio Sánchez-Albornoz en la Universidad Literaria de Valladolid. Su publicación, que contiene la visión personalísima de D. Claudio sobre el papel de Castilla en la historia de España, no implica la aquiescencia ni el acuerdo total de la Asociación con todas las ideas que su autor expresó entonces, pero sí consideramos que el espíritu de esta «Reivindicación histórica de Castilla» merece ser leído y recibir una reflexión de nuestros lectores.


LA HERENCIA DE FERNANDO EL CATÓLICO

Los Reyes Católicos sintieron latir bajo su cetro el genio vigoroso del pueblo español; Don Fernando, más aragonés que castellano, influido por la tradición mediterránea catalana, pensó utilizarlo para intervenir en los grandes problemas europeos. Era en realidad brillante y seductor el camino a seguir actuando en las contiendas que agitaban a Europa al comenzar la Edad Moderna; el Rey Católico se dejó arrastrar por el espejuelo de la gloria; mas para sus sueños de grandeza necesitaba el astuto príncipe presentarse al frente de una monarquía unificada, no a la cabeza de un mosaico de pueblos.

Todos los reinos peninsulares tenían un origen étnico común: en las costas catalanas, en los llanos de Castilla, en las tierras de los lusitanos, se había mezclado la misma sangre de los pobladores de la península; habían tenido los mismos maestros: griegos, orientales y romanos; las mismas esencias de la Edad Media se habían comunicado a todos ellos: la tradición romana, los principios de la Iglesia de Cristo, y los sentimientos y los ideales de los bárbaros; la misma influencia de la raza y de la cultura musulmana se había dejado sentir en unos y otros; pero habían vivido separados durante ocho siglos, y en ese lapso de tiempo se habían ido creando idiosincrasias especiales, habían surgido instituciones, costumbres, ideales, tradiciones distintas.

«La conquista de Almería». Óleo de Juan Mata Prats (1852). Museo del Ejército.

Los Reyes Católicos comprendieron que la fusión de aquellas diferencias no se podía realizar con rapidez por los medios corrientes; necesitaban encontrar un fundente capaz de dar a sus Estados la apariencia posible de unidad. Castilla, mejor dicho, España toda, había sido en la Edad Media el país de la tolerancia; la iglesia, la mezquita y la sinagoga, habían vivido próximas a través de los siglos de la reconquista; hubo, sí, períodos de exaltación en los que se persiguió con crueldad a los judíos; el siglo XV representaba uno de esos paréntesis de la tolerancia, un momento de fanatismo en la historia de España. Don Fernando y Doña Isabel vieron que lo mismo en Cataluña que en Aragón, en Castilla que en Andalucía, existía un odio rencoroso al judío, pensaron que acaso la unidad religiosa podría ser el fundente que ellos necesitaban, y para conseguirla no repararon en obstáculos: expulsaron a los hebreos por el ominoso decreto de 31 de Marzo de 1492, obligaron a convertirse a los moriscos, y establecieron la Inquisición para más apretar los tornillos de aquel edificio de la unidad religiosa, que buscaban para sus fines políticos.

Se equivocaron, porque aquella, aunque favorecía la unidad nacional, no era bastante para hacer desaparecer las diferencias tradicionales. No se preocuparon de impulsar la fusión estableciendo una comunidad de intereses económicos, sociales y políticos entre sus reinos; por eso a pesar del ideal religioso, la corona aragonesa no sintió con calor la política del siglo XVI, y en el XVII intentó en parte separarse de España. Cierto que los Reyes Católicos obraron guiados por un ideal de grandeza indiscutible, de acuerdo con el sentir de sus pueblos y de su época; esto atenúa su responsabilidad, pero no la suprime, porque los gobernantes no deben dejarse arrastrar por la opinión de su tiempo, sino que tienen, para ser geniales, la misión de escudriñar en el futuro, de orientar las monarquías hacia el porvenir.

Don Fernando, heredero de la tradición catalana, impulsado por ella, nos lleva a conquistar primero Nápoles y a intervenir después en las contiendas del norte de Italia, es decir, en la Liga de Cambrai y en la Santa Liga; en aquellas empresas se inmortaliza la figura del Gran Capitán, de Gonzalo de Córdoba: en toda nuestra infantería alcanza una fama casi legendaria, consigue ocupar el primer puesto entre las de Europa; pero se enreda a Castilla en aventuras ajenas a sus ideales y a sus intereses tradicionales.

«El Gran Capitán recorriendo el campo de batalla de Ceriñola». Óleo de Federico de Madrazo (1835). Museo del Prado.

En esta actuación en la vida de Italia, don Fernando encuentra el obstáculo francés, como sus antecesores los reyes de Aragón y condes de Barcelona lo hallaron en sus expansiones ultrapirenaicas y mediterráneas; el Rey Católico, con la política catalana, hereda la enemistad contra Francia; para mantener aquélla necesita buscar aliados contra la monarquía francesa, acude a Inglaterra, enemiga de nuestra vecina en la guerra de los cien años, y casa a su hija Catalina con el príncipe Arturo, y después con el rey Enrique VIII; acude también a Alemania, cuyo emperador Maximiliano, tenía así mismo hondas querellas contra la dinastía francesa, no como emperador, sino por su matrimonio con doña María de Borgoña, heredera de los derechos de Carlos el Temerario, al mismo tiempo que de sus agravios y sus rencores; casa don Fernando a sus hijos don Juan y doña Juana, con los archiduques Margarita y Felipe; la providencia hace que el trono de Castilla recaiga en la reina Juana; Flandes, el Artois, el Franco-Condado y las pretensiones sobre Borgoña pasan a ser florones de la Corona de España; y el Rey Católico lega a su nieto una herencia fatal, que ciega, que subyuga, que atrae, pero que aplastó a Castilla.

De una parte, Carlos recibe una doble enemistad contra Francia; de don Fernando hereda la carga gloriosa, pero dura, de la política mediterránea y antifrancesa de Cataluña; de su abuela María de Borgoña, el rencor contra Francia, y para trágica exaltación de sus destinos, mientras recibía de los Reyes Católicos con la corona la política de unidad católica de España, heredaba de Maximiliano el Imperio alemán donde poco después, Lutero, al plantear la reforma religiosa, iba a dividir las conciencias de Europa.

CASTILLA Y LOS AUSTRIAS

Castilla, sin responsabilidad en el origen de estas cuestiones, y sin intereses en su planteamiento, tuvo que sostener ella sola, con su sangre y con sus riquezas, el peso ingente de la herencia de Carlos de Austria.

Herencia dinástica de Carlos de Habsburgo. Fuente: enciclopedia-aragonesa.com

Hubo un momento de vacilación en Castilla. El pueblo castellano pareció no estar dispuesto a consentir que sus energías y sus actividades se emplearan en aventuras ajenas a sus ideales, a no consentir que se derrochase la sabia castellana por cauces que no eran los que la geografía y la tradición la señalaban. Este momento de vacilación está representado en la historia por el levantamiento de las Comunidades; comenzó éste, como todas las rebeliones, por un chispazo: la nobleza toledana de segundo grado se sublevó para defender las exenciones de sus haciendas; en seguida, el movimiento fue la protesta airada de Castilla contra la desviación de su política, contra el empleo de sus posibilidades económicas en contiendas centro-europeas, en las que no se ventilaba problema alguno que la atañese de cerca; en seguida también perdió la rebelión de las comunidades su carácter; fue un movimiento social semejante a otros muchos de la Edad Media; intentó convertirse en un movimiento político pasando en un instante por encima del absolutismo, y fracasó. Fracasó, porque los que hoy hablan de centralismo, nos dejaron solos, porque los jefes de las Comunidades, es preciso confesarlo, aunque fueron inmortalizados por los románticos liberales del siglo pasado, no estuvieron política ni militarmente a la altura de las circunstancias, y sobre todo, porque el levantamiento de los comuneros no tenía una significación oportuna en la historia: de un lado, era el retroceso, la defensa de privilegios nobiliarios, de exenciones feudales, y de otro, no suponía un avance, sino un salto en las tinieblas.

Entonces era necesario el absolutismo, que representaba la igualdad de todos ante la tiranía de uno solo, frente a la tiranía de muchos señores, que era la esencia del régimen feudal; y era necesario además porque contribuía a la formación de las nacionalidades en su etapa territorial y a la transformación de la economía de los pueblos, de municipal en nacional. De igual manera que la unidad del Imperio Romano facilitó la predicación del cristianismo, el cesarismo del siglo XVI era un avance preciso en la historia de la humanidad: al despojar a los señores y a las ciudades de sus prerrogativas y derechos y al concentrarlos en el rey allanaba el camino a la revolución que había de arrancarlos del trono, para devolvérselos unificados al pueblo.

Pasada la efervescencia de las Comunidades, Castilla se avino a sostener en el palenque europeo, la triple divisa de su dinastía. Castilla era país de meseta; en las mesetas, donde la vida es áspera y difícil, las razas, fecundas en su pobreza, se fortalecen en su lucha con la naturaleza, sienten una fuerza expansiva, centrífuga que las arrastra a buscar fuera de su país la vida amable y las riquezas que su suelo no brinda; por eso las mesetas son a manera de grandes viveros de pueblos: el Irak, por ejemplo, fue en las edades más remotas centro de donde partieron las grandes emigraciones que poblaron Europa.

Castilla, como país de meseta, sentía en el siglo XVI esa fuerza expansiva, que pudo, más aún, que debió ser encauzada por sus gobernantes hacia América y África. Los Austrias aprovecharon aquellas energías para sus fines, que podían interesar a Cataluña en parte, pero no a Castilla; utilizaron la exaltación religiosa del pueblo castellano, para dirigir su fuerza expansiva. Castilla se dejó arrastrar en la loca aventura de su dinastía: el brillo de la gloria la cegó; ¿y cómo no había de cegarla, señores, si nosotros, conocedores de la catástrofe, vacilamos también? No; no vacilamos, y así como Roma no puede renunciar a su historia que la inmortalizó, nosotros, aunque nos haya traído al estado presente de miseria, tampoco podemos renunciar a la nuestra, a nuestra historia del siglo XVI, que más que por humildes hijos de la meseta castellana, parece tejida por los titanes y dioses del Olimpo.

«Fundación de Santiago de la Nueva Extremadura». Óleo de Pedro Lira Rencoret (1888). Museo Nacional de Santiago de Chile.

Jamás un pueblo ha realizado empresa semejante: ni Roma en la Edad Antigua, ni Inglaterra en los tiempos modernos, las dos señoras de los dos imperios más grandes de la tierra, realizaron esfuerzos comparables a los que nos costó el sostener el nuestro, tan poderoso como aquellos. Roma tuvo que luchar en Oriente con pueblos ya caducos, cuya hora en la historia había ya pasado: el Egipto, la Siria, el Ponto, la Judea, la Macedonia, la Grecia, por ejemplo; y en Occidente con razas sin organizar, como los iberos, los celtas y los galos. Inglaterra, en Europa ha luchado siempre al frente de varios pueblos, contra uno; y en el mundo, con razas secundarias por su civilización o por su decrepitud. España tuvo que combatir en Europa con pueblos vigorosos, más fuertes y más ricos que ella, que estaban además en los días de su engrandecimiento, en la curva ascendente de su vida.

Castilla peleó en el Mediterráneo con los turcos y con los piratas que asolaban sus costas; en Italia, con Francia y con los Papas en muchas ocasiones; en el mar con Inglaterra, y aunque no tuvo que sufrir luchas religiosas intestinas, la política de unidad religiosa encadenó la suerte de España a la política de unidad católica de Europa, y nuestra patria tuvo que intervenir en todas las guerras religiosas europeas, en Alemania, en los Países Bajos, en la Gran Bretaña, hasta en Francia misma.