Reivindicación histórica de Castilla (V)

por Claudio Sánchez-Albornoz y Menduiña


Este artículo forma parte de una serie de varios artículos en que la Asociación ha dividido la «Reivindicación histórica de Castilla», conferencia pronunciada el 5 de abril de 1919 por Claudio Sánchez-Albornoz en la Universidad Literaria de Valladolid. Su publicación, que contiene la visión personalísima de D. Claudio sobre el papel de Castilla en la historia de España, no implica la aquiescencia ni el acuerdo total de la Asociación con todas las ideas que su autor expresó entonces, pero sí consideramos que el espíritu de esta «Reivindicación histórica de Castilla» merece ser leído y recibir una reflexión de nuestros lectores.


LA PLENITUD DEL GENIO CASTELLANO

Castilla entonces tenía fuerza bastante para llevar su inmensa carga, porque estaba en la plenitud de su vigor el genio castellano, y era aquella su hora en la historia.

La raza castellana, fortalecida en su lucha con el suelo áspero de la meseta, al difundirse por Europa, al ponerse en contacto especialmente con la espléndida cultura italiana, se afinó espiritualmente. Mientras luchaba en todos los teatros de batalla del mundo, aún tenía energía bastante para crear en España una civilización maravillosa, una literatura en la que se encuentran los orígenes del teatro y de la novela modernas, un arte excelso inmortalizado por sus pintores y sus imagineros, y una ciencia tan importante como desconocida, en la que los eruditos investigadores de nuestros días hallan los obligados precedentes de las doctrinas más avanzadas de las distintas disciplinas cultivadas por el espíritu moderno, no sólo en los campos de la Teología y de la Filosofía, sino también en el Derecho y en la Medicina, y hasta en la Filología y la Fonética.

Teatro español en los siglos XVI y XVII. Fuente: desconocida.

Pasma ver el esfuerzo gigantesco de Castilla en todos los órdenes de la vida humana en esta época. Su superioridad en relación a los demás pueblos peninsulares fue tan grande, la potencialidad de su genio tan inmensa, que su espíritu se impuso por su propio vigor en toda la península. En Cataluña, Boscán contribuía con Garcilaso a la reforma de la lírica; en Portugal, Camoens, el inmortal autor de Os Lusíadas escribía tanto como en portugués en castellano, antes de que el duque de Alba conquistara la monarquía lusitana para Felipe II. Los reinos peninsulares vivieron entonces, como consecuencia natural de la realidad, de la savia cultural castellana, giraron como satélites del sol esplendoroso de Castilla. La civilización castellana irradió a Europa entera; en todas partes triunfaba y se imitaba la ciencia y la literatura española; por doquier se publicaban libros castellanos; Alcalá y Salamanca figuraban gloriosas a la cabeza de las Universidades europeas.

Fachada del Colegio Mayor de San Ildefonso en 1891. Universidad de Alcalá de Henares (Madrid). Fuente: licencia libre.

Ni en España ni en Europa el triunfo del genio de Castilla fue impuesto por las armas; precisamente el apogeo de nuestra cultura no coincidió con el de nuestra grandeza militar, sino con el comienzo de su decadencia, y es que el genio de un pueblo llegado a la cumbre de su desenvolvimiento se manifiesta no sólo en los campos de batalla, sino en los más floridos del arte, la ciencia y la literatura, en una palabra, en todas las actividades del espíritu humano.

LA HACIENDA DE CASTILLA

Si no faltó espíritu para tan grande empresa, sí faltaron riquezas proporcionadas a su genio. No estaba la economía de Castilla a la altura del vigor de su raza; la pobreza de la tierra, la inclemencia del cielo, su régimen exclusivamente agrario y ganadero, la ausencia de una industria y de un comercio próspero, la expulsión de algunos de sus hijos, los judíos, que se consagraban a la banca, hicieron a Castilla económicamente inferior a la carga gigantesca que sobre ella pesaba.

Ya los reyes castellanos de la Edad Media habían sentido con frecuencia apuros económicos; los Trastámaras, con sus mercedes y sus despilfarros, habían aumentado los agobios del tesoro de Castilla; los Reyes Católicos, aunque habían, en esto como en todo puesto atención especialísima, sintieron también los efectos de la pobreza de sus reinos, y momentos hubo en que aquella flaqueza de la hacienda estuvo a punto de dar al traste con los sueños de grandeza de don Fernando.

La hacienda del César Carlos V se sostuvo con las riquezas de Castilla y de Flandes; Gante, su propia cuna, se rebeló por el exceso de tributos que el fisco la imponía; pero pronto fue Castilla sola, la arruinada Castilla, quien mantuvo la carga abrumadora de la política de los Austrias.

La corona aragonesa concedió al César en su primer viaje a España un servicio en dinero, aunque inferior al de Castilla; otorgó después otro trienal de seiscientos mil ducados, pero le impuso la condición de que abriera personalmente las Cortes, y como el gobierno de sus dominios europeos le imponía una vida permanente de andanzas que le imposibilitaba para cumplir aquella exigencia de los aragoneses, a tanto equivalía esta concesión como una negativa. Felipe II no consiguió de las Cortes aragonesas servicio alguno de gran importancia; y al llegar el siglo XVII Cataluña, encastillada en sus privilegios, se negó a votar todo género de recursos.

En Flandes, la creación de nuevos impuestos por el duque de Alba, no fue de los menores chispazos que produjeron el incendio. Desde aquel día, los Estados de la casa de Borgoña, se convirtieron de arca, en sima profunda de los tesoros de España.

América se exploraba entonces: era el momento de la conquista y de la civilización; no rendía grandes cantidades; mucha parte de las que producía pasaban a manos de los funcionarios o se gastaban en nuevas aventuras; y a España llegaban con hartas dificultades, sumas pequeñas, al lado de las que tributaba Castilla, hasta el extremo de referirse como caso, no ya extraordinario, sino único, el arribo en 1532 de una flota con cinco millones de pesos de oro.

«Carlos V y Felipe II». Óleo sobre lienzo de Antonio Arias Fernández (1640). Museo del Prado.

Mientras esto ocurría, Castilla veía aumentar los tipos de sus tributaciones, crear nuevos impuestos, y a sus Cortes, que habían quedado convertidas en una rueda más del organismo económico del reino, otorgar cada año nuevos servicios en dinero. Los Concejos, sobre quienes recaía exclusivamente la carga, pues la nobleza y el clero en términos generales estaban exentos, aun en los días de los grandes triunfos, pedían por boca de sus representantes que se redujeran las aventuras militares y se hiciera la paz; y para atar las cuerdas de su bolsa, exigían a los electos procuradores a Cortes juramento de no votar ningún nuevo servicio sin consentimiento del Concejo mismo. Pero todo era inútil; el Gobierno, siempre apurado discurrió el medio de hacer ineficaces aquellas prevenciones: al entregar sus actas los procuradores a los asistentes de las Cortes tenían que jurar si traían o no poderes plenos, y descubierto el caso, se intrigaba para que se les eximiese de cumplir el juramento prestado, y de no conseguir esto, se acudía a todos los resortes del poder, a fin de ganar en los Concejos las votaciones previas que fueran precisas para que el procurador votase en las Cortes el servicio.

Después, ya ni esto fue indispensable; el oficio de procurador se convirtió en granjería productiva, se votaba cuanto quería el rey, y este en recompensa de sus prevaricaciones, les daba al finalizar las reuniones de Cortes unos miles de maravedís de ayuda de costa, por lo bien que le habían servido. Un día, la regente de Carlos II, doña María Ana de Austria, para ahorrar a las arcas reales los gastos del cohecho, acabó con aquella vergüenza, suprimiendo las Cortes, y acudiendo directamente a los Concejos.

Por estos medios, Castilla pagaba un servicio ordinario de trescientos millones, otro extraordinario de ciento cincuenta, que llegó a ser tan ordinario como el otro, y aparte, la serie inacabable e incalculable de impuestos y gabelas que la fertilísima imaginación de los arbitristas de entonces discurrían, tributos cuya cifra hacían aumentar de día en día los apremios constantes del tesoro. Aun así, el déficit crecía pavorosamente; el gobierno tenía que acudir a empréstitos ruinosos; echó entonces de menos a los expulsados judíos españoles, banqueros expertísimos; y tuvo que entregarse en manos de los genoveses y de los florentinos, empeñarles las rentas públicas, y aumentar de esta forma los agobios de la Hacienda.

LA DECADENCIA

Entre tanto, los castellanos se alistaban en los tercios de Flandes o de Italia o emigraban a América sedientos de aventuras y de riquezas; entre el estruendo de aquellas épicas hazañas, perdieron la afición a todo trabajo que no fuese el de la guerra; de regreso de sus campañas, hidalgos y caballeros menospreciaron el cultivo del campo y los oficios manuales; apareció entonces la abrumadora burocracia española; los villanos que habían permanecido apegados a la tierra, tuvieron que resistir solos la carga de los impuestos; se expulsó para colmo de males a los moriscos, trabajadores infatigables; se cegaron las fuentes de la riqueza pública, y Castilla se hundió con estrépito.

Los Austrias, ocupados en las grandes empresas europeas, olvidaron la tradición unitaria de Castilla, descuidaron el grave problema de la unidad nacional, respetaron quizá demasiado el particularismo de los Estados peninsulares.

Es inexacto, al menos exageración manifiesta, la generalmente admitida tiranía centralista de los Austrias; no se trató con dureza al Portugal conquistado, si se pecó de algo fue de blandos; Felipe II cumplió sus compromisos, y llegó a cometer grave pecado de imprevisión al dejar en Portugal a una rama de la familia real lusitana, los Braganza, que podían, como en efecto sucedió, hacer cabeza de un levantamiento. Se ha exagerado la importancia de la represión de Felipe II en el reino aragonés; castigó, sí con dureza, a las personas, pero cuanto se ha dicho de la muerte de los fueros aragoneses, no pasa de ser una frase retórica; se modificaron, pero en los accidentes, en su esencia fueron respetados, y más aún los de Cataluña. Buena prueba de ello es que ambas regiones, escudadas en sus privilegios, se inhibieron económicamente, como hemos visto, de la carga del imperio español.

Imperio de la Monarquía Hispánica a finales del reinado de Felipe II. En rojo, territorios de las Coronas de Castilla y Aragón. En azul, territorios de la Corona de Portugal. Fuente: licencia libre.

No procuraron los Austrias crear lazos políticos, económicos y sociales entre sus reinos, lazos que los fundieran en el crisol de la nacionalidad española; mantuvieron la política de los Reyes Católicos; agravaron con su inhibición este gran problema de la vida española, y ellos mismos sintieron los efectos desastrosos de su actuación negativa, porque frente a Francia, unificada y vigorosa, tuvieron que luchar a la cabeza de una España que seguía siendo un mosaico de pueblos.

Los gobernantes del siglo XVI fueron además responsables de dos graves culpas: de incomprensión y de falta de flexibilidad; de incomprensión, porque no acertaron a ver que era locura seguir los rumbos de una política imperialista; y de inflexibilidad, porque no supieron retroceder en el camino de la tragedia.

En el siglo XVII se agravó el mal, porque mientras Francia tuvo hombres como Richelieu y Mazarino, generales como Condé y Turena, ministros como los de Luis XIV, la providencia nos negó personas capaces de igualarles, de enfrenar al menos nuestra rápida decadencia. Nos dio en cambio a los Lerma y a los Uceda, a los Olivares y a los Haro, a los Nithard y a los Valenzuela, a los Austria y a los Oropesa… medianías todas incapaces de contener la vertiginosa carrera de nuestra ruina. Sólo uno de ellos, acaso el más ilustre de todos, el conde-duque de Olivares, comprendió la tradición castellana, se hizo cargo de la necesidad de procurar la fusión de los distintos reinos, para fortalecer España unificándola.

Unión de Armas para la creación de un ejército permanente con financiación estructurada. Proyecto fallido del conde-duque de Olivares. Fuente: licencia libre.

Fracasada en Europa la política española de unidad católica, roto el único lazo que ligaba los distintos reinos ibéricos, los dos pueblos peninsulares imperialistas y marítimos que habían tenido ideales propios, distintos de los ideales castellanos, Cataluña y Portugal, ante el fantasma aterrador de la catástrofe, procuraron desasirse del edificio de la monarquía española, para que la ruina de Castilla no les cogiera a ellos. Cataluña, cuando defendíamos sus fronteras en lucha contra Francia, entró en tratos con nuestra enemiga de entonces, su rival en toda la Edad Media y dando por pretexto el desafuero que se cometía al enviar a su propio territorio tropas castellanas y los desmanes que éstas, como todo ejército alojado, realizaban, se levantó en armas contra Felipe IV.

Siempre ha sido igual la psicología de los directores de la vida del pueblo catalán. Contra el mal gobierno no acuden a remediarlo, sino a abandonarnos. No quieren hundirse con nosotros.

No puede excusarse la rebelión de Cataluña a nombre de una supuesta tiranía, de un quebrantamiento de sus fueros; se trataba de la integridad de España, y en los casos de peligro, como hemos visto incluso en las naciones democráticas de nuestros días, la defensa de la patria está por cima de todas las libertades y de todos los derechos.

Crisis de 1640: rebeliones contra la Monarquía y ofensivas francesas. Fuente: desconocida.

La rebelión de Cataluña nos impide sofocar el levantamiento de Portugal, se rompe la unidad ibérica, la paz de Westfalia es el INRI puesto a nuestra política de unidad católica, el desgobierno aumenta con los validos y la estultez de Carlos II, el pueblo español pierde la fe en su misión providencial, la miseria y la ruina se ciernen sobre España, y llega un día trágico en que las potencias hablan de repartirse los jirones del trono del rey de los hechizos.