Reivindicación histórica de Castilla (VI)

por Claudio Sánchez-Albornoz y Menduiña


Este artículo forma parte de una serie de varios artículos en que la Asociación ha dividido la «Reivindicación histórica de Castilla», conferencia pronunciada el 5 de abril de 1919 por Claudio Sánchez-Albornoz en la Universidad Literaria de Valladolid. Su publicación, que contiene la visión personalísima de D. Claudio sobre el papel de Castilla en la historia de España, no implica la aquiescencia ni el acuerdo total de la Asociación con todas las ideas que su autor expresó entonces, pero sí consideramos que el espíritu de esta «Reivindicación histórica de Castilla» merece ser leído y recibir una reflexión de nuestros lectores.


ENSAYO DE RENOVACIÓN

Se inauguró el siglo XVIII con la nueva dinastía; la guerra de sucesión ensangrentó nuestro suelo, consumió nuestras últimas energías; Cataluña otra vez se puso frente al resto de España; ella, víctima de los Austrias según pregonaba en el siglo anterior, apoyó ahora al archiduque austríaco; Castilla, arruinada, sintió ansias de reformas; vio en la nueva dinastía una esperanza; despertó un momento de la postración en que había caído, echó el pecho fuera, unió su suerte a la de Felipe V y los Borbones reinaron en España.

«La batalla de Almansa», óleo sobre lienzo de Ricardo Balaca y Orejas (1862). Museo del Prado.

Luis XIV conocía los graves males de la política española, la situación desastrosa de nuestra hacienda, y como hasta 1709 gobernó a España desde Versalles, envió a un hacendista, Orry, y a un hombre de entendimiento, Amelot, para que, estudiando la cuestión sobre el país, propusiesen soluciones y procurasen encauzar la economía nacional. El primer paso en este camino fue la supresión de los privilegios de la corona de Aragón, política centralizadora al uso de Francia, que hoy se califica de absurda cuando no de brutal. No entraremos a examinar este tema que no hace al objeto de la conferencia; pero no cabe negar que era necesario variar la situación de los siglos anteriores, y que la fusión de los reinos distintos se imponía, si se quería salvar a España. ¿Era posible que siguiesen existiendo aduanas en la frontera de Castilla y Aragón? ¿Era justo que fuese Castilla, la arruinada Castilla, la única que sostuviese las cargas del Estado? ¿Era admisible que los reinos de la corona aragonesa siguieran gozando de las ventajas, sin contribuir a sostener los gastos públicos? Y si no lo era, si era un crimen contra Castilla el que se cometió durante los siglos, ¿por qué había de seguir perpetrándose?

Para evitarlo era necesario cambiar el régimen político, para aumentar los ingresos e igualar la tributación de las regiones, se imponía modificar la organización particularista, y a pesar de la oposición del duque de Orleans, se suprimieron los fueros de Aragón, de Cataluña y de Valencia, para bien de Castilla y para bien de España.

La nación reaccionó; los reyes, bien intencionados, llamaron a la clase media al Gobierno, modificaron en parte la administración del Estado, se rodearon de hombres de entendimiento claro y voluntad recta, como Patiño, Campillo, Ensenada, Floridablanca, Aranda y Campomanes; a los rincones más apartados de Castilla y del reino todo llegó la acción reconstructora de los ministros de Fernando VI y de Carlos III; se contuvo un poco nuestra decadencia, pero todo fue en vano; las tareas de reconstitución que debieron llenar exclusivamente nuestra actividad, en ese siglo, se vieron anuladas por continuas guerras, pues unas veces ambiciones de mujeres y otras debilidades de familia, nos arrastraron insensatamente a intervenir en los grandes conflictos europeos, para colocar a los hijos de Isabel de Farnesio en tronos italianos primero, y para ayudar a la ya decadente Francia después.

Portada del 3er Pacto de Familia firmado entre España y Francia.

Cuando el despotismo ilustrado, producía, sin embargo, sus saludables efectos en España, con cierto retraso en relación a Europa, nos sorprendió la revolución francesa. En adelante, los Gobiernos incapaces de Carlos IV interrumpieron la obra renovadora de sus antecesores, y llevaron a España a la servidumbre de la república primero, del directorio más tarde, y del imperio francés por último.

LA CASTILLA CONTEMPORÁNEA

Castilla llegó al siglo XIX, ingresó en la Edad Contemporánea, agotada por su intenso vivir, postrada por tres siglos de esfuerzo gigantesco; pero Castilla no había muerto; dormía.

La Revolución francesa y Bonaparte entonces, de la misma manera que Alemania y Rusia hoy, y España y la Reforma en el siglo XVI, rompieron con violencia el letargo de Europa, e hicieron andar a la humanidad que se estancaba en una paz sin vida, que se detenía en su camino nunca interrumpido. Castilla sufrió como el mundo entero los efectos de esta sacudida apocalíptica; su alma despertó a la vida ante los recios aldabonazos de la guerra por nuestra independencia, acudió a su vieja panoplia, empuñó sus armas acaso ya mohosas, y dio muestras de aquella fibra inagotable del heroísmo que la había llevado a la cima de su grandeza. Terminó la contienda, con el vencimiento del corso Bonaparte, que Francia y Napoleón entonces, como España y el Imperio en el siglo XVI y como Alemania y Rusia hoy, no pudieron dar al mundo una nueva organización social, una nueva civilización sin el propio sacrificio de su grandeza y aun de su misma vida.

«Bailén 1808. El precio de la victoria», óleo sobre lienzo del pintor Augusto Ferrer-Dalmau Nieto (2016).

Castilla volvió a su letargo; presenció en seguida la emancipación de sus hijas de América, que llegadas a la mayoridad, aspiraban a regirse por sí mismas, y durante un siglo luchó unida a sus hermanos por conseguir la libertad política del pueblo español, y digo del pueblo español, porque tres siglos de vida en común habían fundido a los diversos reinos medioevales, y España, en medio de las amarguras de la catástrofe, se presentaba unida ante el mundo. En este siglo de lucha civil llegaron a transformarse las instituciones, el régimen político se organizó según las normas de la democracia europea; pero la sociedad no se transformó económica y culturalmente a la vez.

En la periferia de España, y en algunas fajas del interior, donde el clima es más templado, el suelo más fértil, el subsuelo más rico y la comunicación con el mundo más fácil; han surgido grandes centros urbanos, fabriles y mineros, en los que España se ha incorporado a la vida de Europa. Castilla, casi toda la antigua corona castellana, que arrastra el peso de su trágica decadencia, ha permanecido estacionada, cultivando la tierra sin transformarse económica ni culturalmente. Salió de las manos de la Iglesia para pasar a poder de los compradores de bienes nacionales, seguir sirviendo a sus antiguos señores, y para caer hoy en manos de los logreros y de los usureros de nuestros días. Se constituyó con la desamortización de burguesía liberal del siglo XIX; ella, los propietarios de abolengo feudal y los enriquecidos de los últimos tiempos, no han hecho nada o han hecho muy poco por transformar la riqueza y la cultura española. Surgió como consecuencia del desequilibrio entre la organización política y la social, la necesidad enfermiza del caciquismo; no aparecieron los caciques como planta de generación espontánea, fueron los pueblos al margen de la cultura y de la riqueza los que crearon al cacique.

Mientras no transformemos aquélla y ésta, mientras no libertemos al pueblo castellano económica y culturalmente, cambiará de amos, acaso sustituya unos taifas con otros, acaso si la burguesía, no acostumbrada como en Europa al sufrimiento, no cede dándose cuenta de las exigencias de los tiempos, estos entronicen el caciquismo de los explotadores de la rebeldía; cambiará de amos, pero seguirá en servidumbre.

Infografía sobre la industrialización de la economía española en el siglo XIX. Fuente: Editorial Vicens Vives.

EL PASADO Y EL PORVENIR

Esta es la historia de Castilla. En la Edad Media fue el instrumento de la formación de la nacionalidad española; en la Edad moderna sostuvo el peso del imperio español, y fue la víctima de una política heredada de Cataluña, de los errores de sus gobernantes, y del abandono de los demás reinos peninsulares.

Habrá cometido errores, ¿quién, hombre o pueblo, no los comete alguna vez? Habrá tenido momentos de vacilación y de flaqueza, pero nunca se ha envilecido con el egoísmo; ha sido siempre generosa, pródiga de sí misma. Cuanto se diga de la tiranía de Castilla, es una falsedad cuando no es una infamia. Castilla ha vertido sus energías en cauces que no eran los suyos, no ha vivido su vida; tiene derecho al amor, al menos al respeto de las demás regiones. Y termino con el pensamiento puesto en el porvenir. España está situada en el centro del mundo del mañana, en el sitio donde se unen Europa y África, el continente que es y el que será; donde se juntan los dos mares de la civilización: el Mediterráneo, que nos lleva a Asia, y el Atlántico, que nos comunica con América. La providencia ha compensado además la pobreza de nuestra tierra con la riqueza de nuestros ríos y de nuestro subsuelo; pueblos más arruinados que Castilla han sentido los prodigiosos efectos de su renacimiento. ¿Lo tendrá Castilla? Tanta miseria ha llevado la insensibilidad a su espíritu y la mansedumbre a su voluntad. Si sabe aprovechar su situación en el mundo, explotar sus riquezas, transformar sus cultivos, libertarse económicamente, despertar de su letargo espiritual, buscando su engranaje con el pasado, pero mirando siempre al porvenir, acaso sea una realidad el renacimiento de Castilla.

«Campo castellano», óleo sobre lienzo de Luis Arriaga (2013).

Para lograrlo, quienes consagramos nuestras vidas a las tareas del espíritu, tenemos el deber de sacar a Castilla de la mansedumbre y de la insensibilidad; los demás el de transformar su economía; todos el de cruzarnos caballeros de una nueva cruzada de reconquista, de una reconquista más difícil que la del solar patrio: la reconquista del alma de Castilla para la cultura y el trabajo.

He dicho.