El pasado sábado 11 de junio, desafiando el comienzo de una ola de calor, la Asociación Socio-Cultural Castilla realizó una pequeña visita a Ciudad Real. Este municipio es capital de una de las 50 provincias españolas, siendo la única capital castellana con un nombre compuesto, que como de costumbre sirve de denominación para toda la provincia. Conocida por su gastronomía y ser el «corazón de la Mancha» (y en consecuencia «tierra del Quijote»), Ciudad Real es en realidad mucho más.
La jornada comenzó a las 11:00 con la reunión de los socios en la Plaza Mayor, más concretamente en la conocida como Casa del Arco, que formaba parte del antiguo ayuntamiento y donde ahora se encuentra un reloj carrillón. Desde aquí se tenía una perspectiva de toda la plaza, que en ese momento albergaba un «mercado cervantino». A un lado de la plaza, el nuevo y peculiar Ayuntamiento; y frente a él, una fuente presidida por una estatua de Alfonso X el Sabio, fundador de la ciudad, tal como reza la propia fuente.


De allí, la comitiva se dirigió a la oficina de turismo para realizar una visita guiada por la ciudad, que comenzó con la iglesia de San Pedro. Se trata de un templo gótico aunque con reminiscencias románicas y un aire de arquitectura defensiva a modo de fortaleza. Su construcción se demoró más de la cuenta debido a los episodios políticos convulsos en la Castilla del siglo XIV y que, como contaremos más tarde, proporcionarían a Ciudad Real su actual nombre.

Posteriormente se volvió al reloj carrillón, justo al mediodía, para deleitarnos con su melodía y figuras. Una estatua de Miguel de Cervantes y otras dos con sus personajes de Don Quijote y Sancho Panza, salen a la luz al ritmo de una jota manchega.

A continuación el grupo se dirigió a la Plaza del Pilar. Se trata de una extensión plana, con la menor altitud de la ciudad (627 metros sobre el nivel del mar), donde bajo tierra se encuentra un volcán profundamente dormido. En este lugar concreto, reconquistado por el rey Alfonso VII el Emperador hacia el año 1147, se encontraba una pequeña aldea llamada Pozuelo Seco; se trataba de unas pocas casas levantadas en torno a un pozo con su pilar (de ahí el nombre de la plaza). La aldea pasaría a formar parte del territorio de la villa de Alarcos, que tenía su núcleo a pocos kilómetros. Alarcos había sido previamente una alcazaba (fortaleza musulmana), pero Alfonso VIII el de las Navas no quería limitarse a hacer un uso militar de ella, sino que la convirtió en su apuesta personal de erigir allí una ciudad al amparo del río Guadiana. Por desgracia el contraataque musulmán de 1195 estancó el proyecto para siempre; incluso una vez recuperado definitivamente el control cristiano en la zona hacia 1212. En cambio, la aldea de la que hablamos comenzó a prosperar: se convirtió en un cruce de caminos clave entre Toledo y Córdoba, reconquistada esta última en 1236. Fue puesta bajo la protección del noble Gil Ballesteros, pasando a ser conocida entonces como Pozuelo de Don Gil y dotándosela cada vez de más comodidades para albergar las escalas que los reyes castellanos hacían en sus viajes. Siendo así las cosas, en 1255 Alfonso X el Sabio decide dar definitivamente por imposible el proyecto de Alarcos y hacer de la aldea una villa con el nombre de Villa Real, enfatizando de este modo que se trataba de una villa fiel a la corona frente al creciente poder de la Orden Militar de Calatrava que por allí operaba. La villa se convertiría en ciudad en 1420, ya con Juan II, pasando a llamarse Ciudad Real. Conmemorando todo esto, en esta Plaza del Pilar, hay una placa sobre el suelo.

Continuamos nuestra visita deteniéndonos en la contigua Plaza de Cervantes, con una fuente conmemorando el pozo que dio origen a la aldea, una escultura en homenaje a la mujer manchega y, cómo no, otra para el literato que presta su nombre a la plaza.

Ciudad Real y su provincia constituyen también una diócesis eclesiástica con su catedral: la iglesia de Santa María del Prado (patrona de la ciudad). Se trata de un templo pequeño si lo comparamos con otras catedrales de España, que sin embargo cuenta con la peculiaridad de ser sede de las Órdenes Militares de Calatrava, Santiago, Alcántara y Montesa. Se empezó a construir en el siglo XIII (tras la fundación de Villa Real), y sobre ella se aprecian ampliaciones posteriores, incluyendo su torre del siglo XIX. Todo ello se encuentra frente a una gran explanada medio empedrada, medio ajardinada, conocida como los Jardines del Prado. Allí, aparte de un templete de música, pueden encontrarse dos esculturas relativas a la fiesta municipal de la Pandorga: una en honor al patrono de la fiesta (la figura del «pandorgo») y otra para Javier Segovia (compositor del himno de la fiesta).
Junto a la Catedral encontramos la antigua casa de Hernán Pérez del Pulgar, fácilmente reconocible por su estética y escudo a la entrada. Este ciudadrealeño fue contemporáneo y fiel servidor de la reina Isabel I la católica, participando en la guerra de Granada y siendo famosa su hazaña en la que dejó un papel clavado con una oración Ave María en la misma Alhambra. Actualmente su vivienda constituye el Museo López Villaseñor, también ciudadrealeño, donde exhibe de forma permanente la obra de este pintor; aunque se deja un espacio para otras exposiciones temporales.

Abandonando ya el Prado, pasamos por una estatua de San Juan de Ávila (natural de Almodóvar del Campo, a unos 40 km al sur de Ciudad Real) antes de llegar a la Plaza de la Merced y la Plaza de la Constitución, colindantes la una con la otra. En la primera, la pequeña iglesia de la Merced y punto de confluencias en la Semana Santa de Ciudad Real (declarada de interés turístico nacional). En la segunda, el Palacio de la Diputación Provincial; tal vez el edificio más bonito de la ciudad, construido en el siglo XIX con su propósito actual.

La visita guiada terminó aquí, aunque quedaba mucho por ver de la ciudad, de entre lo que destaca la iglesia de Santiago (cerrada ese día) y la puerta de Toledo. Y es que la fundación de Villa Real no se limitó a hacer papeleo y reagrupación de tierras, sino que supuso toda una inversión arquitectónica. Ya hemos visto que la actual Catedral formaba parte de esa inversión; también lo fue una muralla que rodeaba la villa con sus respectivas puertas, así como un Alcázar Real. Lamentablemente, la desidia por parte de las autoridades en nuestro pasado más reciente hizo que muchos de estos elementos terminaran en ruinas, conservándose hoy pocas cosas en comparación con lo que hubo en el pasado. Lo poco que queda, sin embargo, es suficiente para hacernos recordar así como tomar conciencia de cuánto debe cuidarse nuestro patrimonio.
Antes de ir a comer, los socios se dirigieron a la Avenida Torreón del Alcázar, donde en medio de su paseo ajardinado se encuentra la puerta de entrada a ese viejo Alcázar del que hablábamos, recientemente acondicionada. También en el paseo, se encuentra la estatua ecuestre de Juan II, padre de Enrique IV y de Isabel I la Católica. Como ya comentamos antes, fue este rey quien hizo de esta antigua villa la muy noble y muy leal Ciudad Real que conocemos hoy, en agradecimiento a la ayuda prestada por sus habitantes en los conflictos que tuvo el rey con la nobleza de la época. El título de ciudad implicaba, ni más ni menos, tener voto propio en Cortes; lo que hoy en día se traduce en la provincia y capitalidad de Ciudad Real. Con este rey de León, de Galicia… y cómo no, también de Castilla, la Asociación se hizo la tradicional foto enarbolando el correspondiente pendón.


Tras la comida de confraternización, la Asociación se dirigió al parque arqueológico de Alarcos, dentro del término municipal de Ciudad Real. Allí pudo conocer el primigenio poblado íbero, la alcazaba árabe y la ciudad castellana; cada uno construido sobre el anterior. Esta última ciudad comprende los restos de una inacabada fortaleza y una iglesia, que en Ciudad Real conocen como «la ermita de Alarcos»; la imagen de allí se venera, la Virgen de Alarcos, es motivo de fiesta y romería cada año por estas mismas fechas. El complejo queda en lo alto de un enorme cerro, rodeado por una gran extensión: con el río Guadiana al norte y todo un viejo campo de batalla al sur.

La batalla allí acaecida en 1195 entre castellanos y almohades probablemente no sea lo suficientemente conocida para lo importante que fue, no sólo para Castilla, sino para España entera. El Califato Almohade había llegado a nuestra península en 1147 desde el norte de África, unificando por la fuerza las distintas taifas en las que estaba dividido el bando musulmán, y frenando de esta manera los avances reconquistadores de Alfonso VII el Emperador. Sin embargo, para entonces Castilla se había convertido ya en la potencia hegemónica de la península, de modo que con Alfonso VIII el de las Navas se retoman los avances: se reconquista Cuenca en 1177 y años más tarde se llega a castigar a la misma Sevilla. Esto último despierta la ira de los almohades, que deciden contratacar donde a Alfonso VIII más le duele: en su incipiente ciudad de Alarcos. La derrota castellana supuso tirar por tierra todo ese proyecto, y lo más grave, un retroceso importante en la Reconquista mediante el cual se perdieron todos los avances conseguidos medio siglo antes. Toledo quedó peligrosamente expuesta y saltaron las alarmas en toda España, concebida ésta no como el Estado que es hoy pero tampoco como un ente meramente geográfico, sino como una unidad cultural claramente diferenciada de otros territorios de la Cristiandad. Y no sólo eso, sino que con la flaqueza de Castilla, los demás reinos hispanos (Portugal, León, Navarra y Aragón) quedaban también expuestos, situación que se prolongó hasta 1212 con la difícil batalla de las Navas de Tolosa (en la actual provincia de Jaén). No habría sido descabellado que esta última batalla hubiese acabado en derrota cristiana, debido a la inferioridad en la que se encontraban los nuestros; de haber sido así, las consecuencias habrían sido equiparables a las de Guadalete en el año 711.
Alarcos y las Navas de Tolosa son dos sucesos conectados. La victoria en la segunda vino a solventar la derrota de la primera, pero esa misma victoria fue posible gracias a la derrota previa debido a dos factores. El primero, la lección militar aprendida por Alfonso VIII. El segundo, el sacrificio de los que murieron; no sólo por buscar la victoria en la batalla, sino también para permitir la salvación del rey cuando ya se veía la derrota. Del mismo modo que el sultán almohade se posicionó en la retaguardia (lejos de los estandartes que debían señalizar su presencia en el campo de batalla), el rey castellano hizo que en la fortaleza siguiese ondeando el pendón real durante su huida (para hacer creer al enemigo que no se movía). El mismo símbolo -aunque con un castillo más moderno- ondeó también el día de nuestra visita, mostrando así al mundo que de Santander a Puertollano todo es campo castellano.
