Ruta del Hundido de Armallones y Salinas de la Inesperada 12/03/2016
La ruta partió del pueblecito de Ocentejo, cuyo nombre procede al parecer del término medieval Hoz en Texo, es decir, Hoz en Tajo, al que se llega por carretera descendiendo abruptamente desde el alto páramo de Canredondo y Sacecorbo hasta el fondo de la hoz. Se trata de un paisaje muy típico de la zona oriental de Castilla, desde la Serranía de Cuenca al sur hasta por lo menos Soria al norte: paisajes abruptos de cañones, cárcavas y páramos de tierras rojizas y rocas calizas.
Dejamos los vehículos en la parte baja del pueblo, en un pequeño aparcamiento habilitado para los excursionistas y visitantes, junto a unos paneles informativos bastante completos y en excelente estado de conservación. Los primeros centenares de metros discurrieron dejando a nuestra derecha unas huertas y a la izquierda un terreno elevado que poco a poco iba dando lugar al desfiladero de la margen derecha del río Tajo, con el pico Alar como máximo exponente, pero primero tuvimos que cruzar un riachuelo, nada más salir del pueblo, por un bonito puente de piedra. En todo momento, hasta las Salinas de la Inesperada, se camina por una pista forestal sin ninguna dificultad técnica y sin apenas pendiente.
Enseguida empezamos a oír el murmullo de las bravas aguas del Tajo a nuestra derecha y el paisaje cambió rápidamente. A nuestra izquierda, altos murallones con terrazas de piedra caliza y tapizados de pinos, que se desploman verticalmente sobre el mismísimo camino y que en algunos sitios forman pequeñas cuevas donde se refugian a buen seguro algunos animales. A la derecha pronto divisamos el río Tajo, que discurre, aunque ya con algunos kilómetros recorridos desde los Montes Universales, joven, bravo y no domesticado, ignorante aún de que sus claras y gélidas aguas de color turquesa no servirán para regar, abastecer y enriquecer a las tierras de Castilla, sino que le serán hurtadas en buena parte por intereses ajenos y perniciosos para la tierra por la que discurre buena parte de su largo recorrido hasta su encuentro con el Atlántico en Lisboa.
Nos quedamos impresionados por la fuerza que transmite el río, por la pureza de sus aguas y por la densa vegetación que prolifera al abrigo de la hoz y del río: álamos, encinas, quejigos, pinos, boj, y un largo etcétera. Se trata del Hundido de Armallones, un tramo del Tajo donde en el pasado se precipitaron sobre el lecho del río grandes bloques de piedra como consecuencia de desprendimientos de las paredes rocosas adyacentes. Cuentan las crónicas que en el siglo XVI uno de esos desprendimientos llegó a cortar durante un tiempo el curso del río formándose una represa natural aguas arriba que el río se ocupó de vencer para recuperar su forma, pero ahí quedan esos bloques ciclópeos.
En algunos tramos el camino serpentea descendiendo hasta la orilla del río, mientras en otros se aleja de él ganando altura, lo que permite acceder a algunos miradores con unas vistas impresionantes sobre el río y el desfiladero, en los que el viento pegaba tan fuerte que tuvimos que tener cuidado para que no nos jugara una mala pasada y no caer precipitados al vacío.
Tras unos dos horas y media de camino, que se nos hicieron cortas por las magníficas vistas y la animada charla, llegamos al final de esta pista forestal, que termina junto a las ruinas de una casona de mampostería sin tejado, y que con alguna otra construcción de menor tamaño forma el conjunto llamado Salinas de la Inesperada. Son los restos de antiguas salinas, de las que propiamente no queda nada, pero que son testigos de esa actividad que la que probablemente vivieron varias familias.
Tras descansar un rato en un prado junto a la casona, reponer fuerzas con algo de comer y escuchar alguna melodía de dulzaina que uno de nuestros socios más jóvenes llevó para la ocasión, decidimos aventurarnos a continuar la ruta ascendiendo por la ladera a través de un camino bastante bien definido con hitos que parte desde casi la misma casa de las antiguas salinas y asciende en zigzag hasta la parte alta del páramo, en dirección a Canales del Ducado (de Medinaceli, se entiende). A medida que íbamos subiendo notábamos cómo la flora cambiaba para adaptarse a unas condiciones de mayor sequedad y más frío en invierno y calor en verano, propias del páramo, pues se hacía cada vez más abundante la sabina. Nos dimos cuenta también de cómo sin duda merecía la pena el esfuerzo de subir (unos 200 metros de desnivel en poco tiempo) por las magníficas vistas que disfrutábamos desde ahí sobre el Tajo.
De nuevo en zona llana nos encontramos con otra edificación en ruinas, también sin tejado, de la misma fábrica que el caserón de las salinas que quedaba abajo; se trata de un almacén que se utilizaba para guardar la sal y después llevarla hasta Canales. Ahí surge otra pista forestal, continuación de la senda que seguíamos, y que se dirige en dirección norte. Nuestros propósito era seguir por esa pista y encontrar algún camino que se dirigiera al oeste con el fin de tomar la dirección que nos acercara de nuevo a Ocentejo y así completar una ruta circular. Aunque lo que estaba previsto en un principio era llegar hasta las salinas que dejamos abajo y volver por el mismo camino, sentimos una sensación de curiosidad y de aventura que nos impulsó a adentrarnos por caminos desconocidos y algo inciertos. Algo de esto fue lo que tuvo que animar a nuestros antepasados cuando emprendieron la reconquista de la tierra perdida y la posterior epopeya del descubrimiento de otros mundos.
Pasado un palomar de reciente construcción a nuestra derecha, y dado que no veíamos ningún camino claro que se desviara a la izquierda en dirección oeste, decidimos aconsejados por otros senderistas seguir una línea de alta tensión que discurre en dirección este-oeste. Así lo hicimos, por un terreno al principio dominado por el bosque abierto de sabinas y pinos, y posteriormente por sembrados que nos obligaban a efectuar desvíos para intentar sortearlos por sus orillas, ya que cruzarlos directamente suponía acumular diez centímetros de barro pegajoso bajo nuestras botas. Siempre siguiendo la línea de alta tensión, sin hacer caso de algunas pistas que cruzamos y que sirven de acceso a la maquinaria agrícola que se dirige a los campos sembrados, en un terreno rompe-piernas a veces descendente, a veces llano y otras veces de clara trepada en el que casi había que usar las manos.
Llegamos por fin a un pequeño valle con algún muro de piedra y una fuente de agua buenísima, junto a dos chopos de buen porte. Allí nos detuvimos un rato a recobrar parte de las fuerzas perdidas por la dureza del último tramo. El valle que se abría ante nosotros bajaba hacia poniente, que es lo que nosotros buscábamos, y durante el primer tramo no había dificultad pues se trataba de seguir por el borde de una terraza que estaba sembrada.
De repente tuvimos un momento de duda, pues la terraza por la que discurríamos se acababa y el valle por el que empezábamos a bajar se estrechaba y se hundía, con un regato en el medio, que pronto adquiría forma de barranco. No había una senda aparente y nos planteamos descender lo más pegados posible al riachuelo, pero alguno de los más expertos decidió que eso no era buena idea porque en las zonas de barrancos descender por los ríos es muy complicado, por lo que decidimos subir un poco al otro lado del riachuelo con la esperanza de encontrar un terreno más propicio para seguir avanzando. Pronto nos llevamos una alegría al encontrar un camino empedrado, en relativo buen estado de conservación, aunque con algún pino derrumbado cruzado sobre él y que hay que saltar, con muros de contención en bastantes sitios y que baja zigzagueando hasta Ocentejo, nuestra meta. En el pueblo nos enteramos de que es el antiguo camino de herradura que comunicaba Ocentejo con Canales del Ducado. La lástima es que debido a las labores agrícolas mecanizadas no se ha respetado el antiguo camino, ni tampoco, como cuentan las descripciones de esta ruta en portales de internet especializados en senderismo, el GR10, ya que las negativas subvenciones llevan a los agricultores a sembrar cuanto más terreno mejor, sin preocuparse de la calidad del terreno (muchos sembrados son casi pedregales), ni de la cosecha, y mucho menos de respetar los antiguos caminos.
Ocentejo nos sorprende con el otero sobre el que aún se pueden apreciar los cimientos de una antigua atalaya defensiva.
Terminamos esta preciosa ruta tomándonos un refrigerio en uno de los dos bares que pudimos ver en el pueblo.
Texto: José Ignacio Martínez González
Fotos: José Luis Martín y Juan José Marigil